Había una vez un niño llamado Carlos que jugaba a ser mayor. No tenía ni trenecito, ni tiempo para soñar con hacerlo funcionar.

Cada vez que visitaba a su abuela le daba un beso y como buen pequeñín de la casa se ponía a parlotear cosas que la mayoría de las veces resultaban bastante ingeniosas para un niño de su edad y despertaban en la abuela sorpresa, elogios y mimos constantes que le hacían sentir importante: Carlos era el rey de la casa.
Dejaba de parlotear justo cuando daba con la jaula del canario. Allí se quedaba absorto mirándolo, e intentaba llamar su atención haciendo gestos y ruiditos para ver si así conseguía que el pajarillo le saludara. Cuando por fin conseguía que le piase se sentía importante y el niño sabía que le había reconocido. Entonces empezaba a imitarlo: Carlos intentaba piar para comunicarse con el canario y estaba convencido de que ambos tenían profundas conversaciones.
Justo después como "niño mayor" que era, tenía una responsabilidad asumida: ponerle pan duro en la jaula. -"Abuela, no llego. ¿Me ayudas?"- decía Carlos hasta que empezó a crecer...
Después de un tiempo no era él el que necesitaba la ayuda, pero la ley de la vida no perdona, se cumple a rajatabla y un día, la abuela murió.
La rabia, la pena y la impotencia lo tiñó todo de color negro y durante un largo período de tiempo Carlos, ya bien crecidito, no podía ver que no lo había perdido todo.
Siempre sería la persona importante que cuidó del canario; siempre sería el rey de la casa que se llevó todos los mimos; y aunque nunca tuvo un trenecito puede decir que tuvo una infancia feliz.
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