Había una vez una muchacha que cantaba como los ángeles. En el pueblo hacían cola bajo su ventana para oírla cantar todas las noches una preciosa canción a la luna que nadie más sabía interpretar. La canción decía así:
"Luna que con tu luz iluminas todo
y vagas por la superficie de la tierra
bañando con tu mirada el hogar de los hombres.
¡Luna, detente un momento
y dime dónde se encuentra mi amor!
Dile, luna plateada,
que es mi brazo quien lo estrecha
para que se acuerde de mi
al menos un instante.
¡Búscalo por el vasto mundo
y dile, dile que lo espero aquí!
Y si soy yo con quien su alma sueña
que este pensamiento lo despierte.
¡Luna, no te vayas! ¡No te vayas!"
La muchacha a la que todos envidiaban por su voz era sorda... ella misma no se podía escuchar. La belleza de su voz sólo era apreciada por los demás.
La gente le decía desde la calle que cantaba como los ángeles y aplaudían como locos pero ella no podía oír esos cumplidos, así que decidieron dejarle por escrito su agradecimiento por llenar las noches del pueblo de belleza en su más amplio significado.
Cuando fueron dos representantes del pueblo a entregarle la carta tuvieron la suerte de verla: una delicada muchacha muy bonita, linda como una muñequita de porcelana les atendió. Llevaba un bastón y al lado suyo tenía una persona con una pequeña y extraña máquina de escribir....
También era ciega. Había perdido la vista en un incendio y sólo tenía para recordar la belleza del mundo su canción a la luna.
Tenía toda la belleza que cualquier humano podría desear, tanto en cuerpo como en alma y no podía disfrutar de ella, así que mandó un mensaje de vuelta al pueblo:
"Vosotros que podéis disfrutar de la luna no esperéis a que esté nueva para admirarla y si podéis oír el canto de los pájaros no aguardéis a que hayan migrado para añorar su trinar. Recordad siempre que la belleza está donde vosotros queráis encontrarla."